Dick Cheney: Darth Vader y el padre de Liz

Nov 5, 2025 - 00:00
Dick Cheney: Darth Vader y el padre de Liz

Actualizado

(Me llega en Cairo, terminando una conferencia y yéndome al museo recién abierto, la noticia de la muerte de Dick Cheney. Esta es una crónica apresurada de recuerdos y reflexiones).

En Washington, los apodos tienen más filo que humor. Darth Vader fue el que se ganó Dick Cheney. No se lo puso un adversario, sino que prendió en la "sabiduría" popular. Era el reflejo del hombre que operaba en la sombra, el estratega implacable detrás del trono. La alusión al personaje de Star Wars condensaba, en clave de ironía, el temor y la fascinación que Cheney despertaba incluso entre los suyos.

Vicepresidente de George W. Bush y artífice de buena parte de la arquitectura de seguridad posterior al 11-S, Cheney fue la figura que encarnó una convicción tan estadounidense, y tan ajena a nuestra sensibilidad europea: la autoridad no necesita justificarse. El deber no se discute; se cumple.

Lo conocí en los despachos de la Casa Blanca, como ministra de Exteriores en el Gobierno presidido por José María Aznar. Aquellas reuniones me permitieron descifrar su lógica; la de quien no busca convencer, sino decidir. Cheney escuchaba sin interrumpir, con educación seca que podía resultar desarmante. Cuando por fin hablaba, lo hacía despacio, con frases cortas, definitivas. En torno a él, se creaba entonces una suerte de vacío sonoro; el silencio que imponen los que mandan de verdad.

Su dominio del engranaje institucional era absoluto. No necesitaba visibilidad; su influencia era estructural. En una cultura política que premia el brillo, Cheney representaba la eficacia oscura: la capacidad de mover los resortes sin dejar huella. El Estado profundo tenía nombre y rostro.

Me viene a la memoria una reunión especialmente tensa en la que la discusión sobre Irak se enredó en matices jurídicos y estratégicos. Cheney atendía sin gesto alguno, lo que podía percibirse como intimidación. Al final, solo dijo: "I appreciate your clarity, even when I disagree". Frase seca, sin afecto aparente; su manera de zanjar y, a su modo, reconocer.

(Fue también en aquellos años cuando comenzó a hacerse evidente la persona que, en su intimidad, más contaba para él: su hija Liz. Incluso en plena vicepresidencia, Cheney la veía como su herencia natural, la prolongación de su compromiso público. En Liz encontraba la visión del mentor que se sabe relevado y, a la vez, reproducido).

Con el tiempo comprendí que Dick Cheney encarnaba una ética del deber que se ha ido diluyendo en la política: la convicción de que gobernar implica decidir en soledad. Liz, importantísima en su vida tardía, heredó esa misma conciencia del poder, pero la transformó; una fibra moral que la llevó, años después, a enfrentarse al trumpismo desde dentro del Partido Republicano.

Liz y yo coincidimos en Washington cuando la crispación aún no había devorado la cortesía. Yo era entonces "ex" y volvía allí no como miembro del Gobierno de España, sino por razón del proceso de selección del -y seguida incorporación al- Banco Mundial. Recuerdo, en particular, alguna cena en el Observatory, la residencia del vicepresidente, con ella y con su padre (quien honraba, a su manera, la relación que España mantuvo con Estados Unidos antes del advenimiento de José Luis Rodríguez Zapatero). Palabras francas, a veces ásperas, siempre sustantivas, Liz comparte con su padre la inteligencia seca, la precisión quirúrgica y una serenidad que no excluye la firmeza. Pero donde el padre proyectaba poder -poder desnudo-, ella proyectaba convicción.

En ella, el poder se convierte en responsabilidad. Su desafío a Donald Trump, su defensa de la verdad electoral, devolvieron al apellido Cheney una dignidad que muchos daban por perdida. Fue -y sigue siendo- una excepción: la disidente que reivindicó el deber cívico frente al cálculo político.

Resuena hoy la frase de un alto funcionario republicano, en los días previos a la invasión de Irak: "Cheney cree que la historia la escriben quienes actúan, no quienes dudan". Cruda, pero exacta. Resume el entendimiento del gobierno como acción, tan propio de los Estados Unidos post 11-S.

Años después, estando junto a Liz Cheney con Condi Rice, aquella frase volvió con otro sentido. Hablábamos del desgaste del poder. Condi, con su pragmatismo habitual, observó: "El poder desgasta, incluso a quien no lo ejerce". Liz sonrió apenas, dejó un silencio medido y respondió: "Sólo si no sabes por qué lo tienes, o lo buscas". Una lección que ha aflorado en sus intervenciones cuando la arrinconaron en el Partido Republicano. Compendia el alcance de las "sagas" políticas, una tradición muy americana. Dick y Liz Cheney son las dos caras de un mismo legado; el poder como ejercicio y el deber como manifestación de patriotismo.

Pero en mi experiencia, hay una anécdota que humaniza lo anterior. Una imagen menor, casi doméstica. Ya en la segunda Administración Bush, acudí a una cena típica de mesa larga vestida de hotel; una docena de mujeres reunidas en torno a Condi Rice (a la sazón, secretaria de Estado). Me sentaron al lado de Liz Cheney, quien había dado a luz unos meses (pocos) antes. De debajo de las faldas de la mesa llegaban unos ruiditos peculiares, como de ronroneo. Llegué a pensar que tal vez se había colado un gato (pero no me cuadraba). Al levantarse de la mesa, Liz se agachó y sacó, con toda naturalidad, un cestito con su bebé, que había estado claramente meciendo entre los pies en aquella inmensa "tienda de campaña". Vi entonces, de alguna manera, la continuidad de su padre y, al tiempo, el reverso de la tough cookie: una madraza moderna.