De "Defensa" a "Guerra"

Actualizado
En Copenhague se escenifica la mayor demostración de preocupación y solidaridad (esperemos acción) en materia de defensa con interesante empuje comunitario; también de auxilio a Ucrania. Destaca el desencadenante: incursiones en territorio UE de drones no identificados, abrumadoramente atribuidas a operaciones híbridas rusas. Arrancó ayer con una cumbre informal de la Unión, que hoy se expande a la Comunidad Política Europea (integrada por 47 Estados de nuestra vecindad geográfica).
«Creo que es grave. Creo que la guerra en Ucrania es muy grave. Cuando miro a la Europa actual, creo que nos encontramos en la situación más difícil y peligrosa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, no desde el final de la Guerra Fría», fue el mensaje de la anfitriona, Mette Frederiksen, primera ministra en ejercicio de la presidencia rotatoria del Consejo, en un ambiente marcado por la perturbación de aeropuertos, la prohibición de vuelos de estos «pájaros» (nuestros radares no los diferencian) en preparación de los encuentros, y la presencia de tropas -con parafernalia militar- francesas, alemanas y nórdicas, como apoyo disuasorio. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, a su llegada, resumía: «Rusia intenta ponernos a prueba, pero también intenta sembrar la división y la ansiedad en nuestras sociedades. No permitiremos que esto suceda».
¿Por qué los drones han generado semejante alarma en la opinión pública europea? En efecto, violaciones de la soberanía de algún Estado miembro no han faltado desde que el Kremlin lanzó su "operación especial": sobrevuelos de cazas, expediciones de submarinos, arrastre de cables oceánicos. Sin embargo, la flotilla de 19 artefactos -algunos informes hablan de 21- que penetró en el cielo polaco el 9 de septiembre (uno de ellos al parecer se adentró 300 km en el país) se perfila como error fundante de Putin. Porque las provocaciones asumidas con el eco de la Guerra Fría han mudado a amenaza inaceptable con rostro de modernidad. El invento aéreo se manifestaba en nuestro imaginario como símbolo de progreso, mejora de la vida cotidiana -transportar medicinas, repartir paquetes-. Ahora nos revela su encarnación siniestra: arma letal, barata, precisa y escalable. La invasión de Ucrania lo ha probado hasta la saciedad. Kiev se ha convertido de mendicante en referente, y asesora en Dinamarca para levantar un "muro de drones" continental.
Pero los árboles (estos nuevos aparatos, siendo crucial abordar el desafío) no deben impedirnos ver el bosque.
El bosque es el tránsito de era, que resultó apabullante en Pekín con el desfile excepcional del 80º aniversario de la victoria sobre Japón, concebido para impresionar: músculo militar, relato histórico y reivindicación de China como potencia no solo económica, sino geopolítica total. Por cierto, el Imperio del Medio avanza asimismo (a breakneck speed, calificaba, la BBC) hacia la más importante flota de aguas profundas, desde una capacidad de construcción naval doscientas veces superior a la de Estados Unidos. También en satélites, inteligencia artificial, computación cuántica.
En este contexto, lo que tal vez tenga mayor relevancia -desde el punto de vista discursivo y de futuro- podría fácilmente pasar por mera bravuconada de Donald Trump. El martes en Quantico (Virginia), acompañado de su secretario Peter Hegseth, reunió a unos 800 generales y almirantes para refrendar la decisión anunciada el 5 de septiembre: el Pentágono ("Defensa"), vuelve a llamarse "Guerra". La modificación va mucho más allá del cambio semántico. Reinstala la confrontación como categoría nuclear y deja atrás el ropaje de la contención.
Quantico rubrica que la guerra ya no se plantea sólo contra enemigos externos, sino contra los designados enemigos interiores -drogas, inmigración, crimen organizado-. Trump, que se reivindica "presidente de la paz", habló de "letalidad máxima", del retorno al ethos guerrero y de anteriores administraciones laxas en lo militar. El candidato a Premio Nobel combina -en envidiable pirueta- la promesa de no repetir guerras interminables con la proyección de fuerza desnuda allí donde (le) convenga.
En 1949, las enmiendas impulsadas por Harry Truman a la Ley de Seguridad Nacional de 1947 consolidaron la estructura armada bajo el título de Departamento de Defensa. Esta denominación respondía al espíritu de la Conferencia de San Francisco (se cumplen 80 años): desplegar el control civil, coordinar los servicios, encuadrar la acción militar en el marco del derecho internacional y de las instituciones multilaterales de las que Estados Unidos fue arquitecto principal tras la Segunda Guerra Mundial. Pero la invasión de Ucrania ha hecho añicos el espejismo de una seguridad garantizada por normas y diálogo. Y los drones sobre Polonia o el cierre de aeropuertos en Dinamarca ilustran crudamente cuán inerme se descubre Europa.
La cumbre de la OTAN en La Haya (junio 2025) fijó la inflexión: los 32 aliados pactaron elevar el presupuesto de defensa al 5% del PIB en 2035 (3,5% puramente militares; 1,5% en ámbitos conexos). No es contabilidad: es determinación frente a Rusia y mensaje de cohesión hacia el exterior. Y el reto no acaba en el porcentaje. Europa sufre una fragmentación industrial que compromete la eficacia: 17 tipos de carros de combate, más de una decena de fragatas, sistemas de cazas dispersos. Contra el modelo estadounidense -manufacturas concentradas y economías de escala- nuestras fuerzas armadas pagan costes altos por mala interoperabilidad.
La Comisión Europea ha lanzado iniciativas para colmatar el vacío -destacan el Fondo Europeo de Defensa y una Estrategia Industrial de Defensa- aun careciendo de competencias plenas en este campo. Ursula von der Leyen ha ganado visibilidad y el comisario lituano pisa firmemente terreno tradicional de los gobiernos. Pero esos esfuerzos chocan con una incoherencia de raíz: seguimos anclados en la agenda verde y las proclamas de autosuficiencia tecnológica, cuando la realidad reclama la reindustrialización pragmática, seguridad de suministros y capacidad de producción militar. Persistir en la autocomplacencia equivale a desarmarse frente a un mundo que no espera.
Este debate se complica en nuestro país por un factor añadido que nos caracteriza: el pacifismo irreflexivo de nuestra opinión pública. Los españoles nos enorgullecemos, justificadamente, del desempeño de nuestras Fuerzas Armadas, pero nos hemos instalado en circunscribir su papel a labores de paz. Desconfiamos de la inversión militar. La carta de Pedro Sánchez a Mark Rutte y sus declaraciones posteriores en La Haya llevaron esta actitud hasta una peligrosa disonancia hoy insostenible. Debemos interiorizar que la mantequilla hoy depende -también- de los cañones. Que, en nuestra coyuntura, la prosperidad exige garantizar la seguridad.
Estados Unidos redefine sus prioridades, con un repliegue hacia el Western Hemisphere y un lenguaje de fuerza desnuda. Europa debe reaccionar: entender que el gasto en defensa es, en suma, inversión en la viabilidad del proyecto común; superar la fragmentación de su industria y dotarse de una estrategia sensata.
Porque hemos pasado de un mundo regido por la contención (Defensa), a otro dominado por la amenaza real del conflicto abierto (Guerra).