La extraña pareja: cómo Keir Starmer y Donald Trump han forjado una relación política contra natura

Aug 2, 2025 - 16:10
La extraña pareja: cómo Keir Starmer y Donald Trump han forjado una relación política contra natura

Desde que Olivia Rodrigo ("Solo somos amigos/pero tropecé y caí en su cama") y Robert Smith, de The Cure ("Ojalá fuera viejo/ojalá estuviera muerto") compartieron escenario en el festival de Glastonbury el 29 de junio, las islas británicas no habían visto a una pareja más extraña frente a las cámaras de televisión que la formada por el primer ministro de ese país, el laborista Keir Starmer, y el presidente de Estados Unidos, el republicano Donald Trump, en su rueda de prensa de una hora y 10 minutos, el lunes pasado.

Se suponía que iba a ser una comparecencia breve, después de la primera parte de la 'cumbre' entre los dos que se había centrado en cuestiones políticas y estratégicas, especialmente en tres órdenes: Gaza, Ucrania, y acceso de las exportaciones británicas al mercado estadounidenses. De hecho, antes de la reunión, Trump y Starmer ya habían tenido una rueda de prensa - que, de nuevo, duró muchísimo más de lo esperado por la locuacidad del primero - para tratar esos temas, en la que el estadounidense, como era de esperar, habló casi todo, si bien su voz quedó ahogada durante la primera parte del acto por el estruendo de una gaita escocesa con la que fue bienvenido a la tierra de la que salió su madre a los 18 años rumbo a Estados Unidos.

Aquel breve encuentro con los medios fue el preámbulo del show posterior en el que Trump tocó temas como la hambruna en Gaza, los tipos de interés en Estados Unidos, y su relación con el líder de la red de prostitución de la alta sociedad estadounidense y británica Jeffrey Epstein. A su lado, Starmer mantenía una postura que el conservador - y trumpista - diario británico Daily Telegraph definía como la de "alguien que va por la calle evitando mirar a otro transeúnte que va hablando solo". Es una definición aplicable a muchos mandatarios extranjeros que se reúnen con Trump. Pero en el caso de Starmer, hay una diferencia sustancial: el primer ministro británico ha logrado lo que parece una relación estable con Trump que, además, es favorable para los intereses de su país. Acaso sea una cuestión de identidad nacional. Rodrigo nació en Murrieta, en California, y Smith en Crawley, condado de West Sussex, y parecen llevarse bien. Starmer es de Londres, y Trump de Nueva York, y les ocurre lo mismo. Va a ser que los clichés son verdad.

Starmer ha conseguido el mejor (o menos malo) acuerdo comercial (una manera elegante de llamar a la claudicación ante EEUU) que cualquier país o bloque de países haya logrado con Trump. Parece haber jugado un papel a la hora de convencer a Trump de que la situación en Gaza es insostenible, y, aparentemente, fue capaz de persuadirle para que aceptara sin mayores estridencias la decisión británica de reconocer al Estado palestino en septiembre. Su influencia para lograr que EEUU reabra el grifo de la ayuda militar a Ucrania parece fuera de toda duda. Y, encima, parece caerle bien a Trump.

Cómo lo ha logrado es uno de los mayores misterios de la ciencia política en este 2025, y acaso la explicación deba buscarse en otras disciplinas de creciente popularidad como el tarot o en la astrología. Starmer tiene la expresividad de una estaca. En la más pura tradición británica, no habla de su vida privada. Quienes le conocen de cerca afirman que es, más que frío, glacial. Su carisma es cercano a cero, al igual que su capacidad de comunicación. No ve la política como un concurso de popularidad. Starmer es un tecnócrata, un globalista, un pragmático y un hombre de centroizquierda. Trump, un populista, un nacionalista, una persona sin otra ideología que sí mismo y un conservador en la medida en la que tenga un granero de votos a ese lado del espectro político. En principio, no podrían ser más diferentes, personal y políticamente.

¿Cuál es la clave del milagro? Es imposible saberlo. Pero hay, al menos, una serie de bazas que Starmer ha jugado, por ahora, bien. Una es que, aunque ha tratado de amoldarse a Trump en todo, no ha cambiado su actitud por una de absoluto 'peloteo'. Acaso sea el carácter envarado del primer ministro lo que le ha impedido caer en una cierta amistad babeante como la que el francés Emmanuel Macron forjó con Trump y que culminó con su visita de Estado a Washington en 2018, tras la cual el estadounidense se burló de todo lo que le había pedido su invitado y rompió el tratado nuclear conIrán, abriendo así las puertas a la guerra entre Israel, EEUU y ese país del mes de junio pasado. Al menos en público, Starmer ha mostrado amistad, pero sin dejar de ser quien es. Y eso es algo que parece haber funcionado con Trump.

Tan o más importante podría ser el hecho de que, con Starmer, el Reino Unido se ha fijado unos objetivos muy limitados, que ha seguido con disciplina. No ha criticado la destrucción de la política medioambiental o de investigación científica de EEUU, y en general ha hecho mutis con muchas de las medidas más controvertidas de Trump. Incluso en algunas áreas, Londres ha imitado a Washington, al elevar su gasto en defensa a costa de la ayuda al desarrollo. El hecho de que el primer ministro, tal vez debido precisamente a su poca expresividad, no parezca hacer eso tanto por convicción (como podría ser el caso de los Conservadores o del ultra y trumpista Partido de la Reforma) o por ego (como muchos vieron el apoyo de Tony Blair a la invasión de Irak) le da cierta credibilidad. Es difícil que Starmer parezca que está contento. Así que cuando sale con Trump con la cara que tendría una persona que está mareándose en una barca (la cita es de Las verdes colinas de África, de Hemingway) cabe pensar que en su fuero interno sabe que está haciendo eso por una razón de Estado, no porque le guste.

Además, Starmer -y el Reino Unido- tiene un equipo excelente, capitaneado por dos primeras espadas de valor incalculable: Carlos III de Inglaterra y Peter Mandelson.

El papel del Rey -y, en general, de la Monarquía- parece haber sido trascendental a la hora de tender puentes entre los dos países. A los estadounidenses les fascinan las Casas Reales europeas, aunque para ellos en ese grupo hay dos clases: la británica y las otras. Que en febrero el Rey enviara, por medio de Starmer, una carta personal a Trump invitándole a hacer su segunda visita de Estado fue una inyección de ego al siempre enamorado de sí mismo presidente estadounidense.

Trump se convierte así en la primera persona de la Historia que hace dos visitas de Estado al Reino Unido, aunque no es pueril preguntarse cómo va a mantener Londres después ese nivel de peloteo en los al menos tres años que le quedan en la Casa Blanca. Otras posibles muestras de halago, como un discurso conjunto ante el Parlamento, provocarían una rebelión laborista que probablemente acabara con la salida de Starmer del poder.

Carlos III, a pesar su cáncer, se ha transformado en una eficacísima fuente de algo que el Gobierno de Trump desprecia oficialmente, que es el poder blando, pero que Trump adora cuando ese término se convierte en sinónimo de halagar al presidente. Porque el rey, además, ha apoyado, de manera discreta pero muy eficaz, la independencia de Canadá en los momentos en los que Trump amenazaba con anexionarse ese país por medio de una guerra comercial total. La Monarquía, así, ha jugado un doble papel, a favor y en contra de Trump, y, al menos por ahora, ha salido más que airosa del trance.

La coordinación del Palacio de Buckingham con Downing Street se ha combinado con el trabajo en Washington del 'Príncipe de las Tinieblas'. Ése era el 'mote' que se ganó en la década de los ochenta Peter Mandelson, entonces director de comunicación del Partido Laborista y, posteriormente, ministro de Comercio y para Irlanda del Norte con Tony Blair y comisario europeo de Comercio.

Starmer anunció que Mandelson sería embajador en Washington en diciembre, tras la victoria de Trump en las elecciones. Era el primer nombramiento de una persona sin experiencia diplomática para ese cargo en 48 años, desde que el entonces primer ministro conservador, James Callaghan, puso al frente de la Embajada británica en la capital estadounidense al periodista Peter Jay. Con la elección, Starmer dejaba claro que quería en el puesto, por un lado, a una persona de su máxima confianza y, por otro, que necesitaba a un representante en Washington que fuera más bien despiadado y que estuviera dispuesto a hacerse un sándwich con sus principios políticos a cambio de lograr que el Reino Unido navegara las difíciles aguas de los EEUU de Trump. De paso, Mandelson aportaba un conocimiento de la realidad política en su faceta más descarnada lo que, con una Casa Blanca que no hace prisioneros, parecía una buena elección.

Así es como Mandelson ha pasado de calificar a Trump de "peligro para el mundo", "racista" y "desatado" a "hombre justo", "amable", "con un claro mandato popular para llevar a cabo un cambio", "un político único" y hasta "un fenómeno". El nuevo embajador está en las antípodas de algunos de sus predecesores, en especial Kim Darroch, que tuvo que ser relevado del cargo en 2019 cuando, en plena guerra civil conservadora en Reino Unido, alguien -tal vez un partidario del futuro primer ministro, Boris Johnson- difundió unos cables secretos que había mandado a Londres en los que llamaba a Trump "inepto", "incompetente", e "inseguro".

Con apoyos de la talla de Carlos III y Mandelson, Starmer cuenta con los flancos cubiertos en su ofensiva de seducción geopolítica de Trump. Y no es que el primer ministro británico sea un seductor político. Tal y como demuestra su día a día en la política nacional. La manera en la que reaccionó a la pérdida por su partido de un escaño a manos del Partido de la Reforma de Neil Farage en abril es una buena muestra de ello. "He tomado nota", se limitó a decir, para consternación de muchos seguidores.

Lo mismo pasó cuando el jefe del Gobierno dejó al borde de las lágrimas a su ministra de Hacienda, Rachel Reeves, cuando eludió ofrecerle en el Parlamento su apoyo incondicional después de una devastadora derrota en sus planes de ajuste fiscal a manos, precisamente, del ala izquierda laborista, que acusa a Starmer de haberles ignorado desde que llegó al poder. Como dijo un parlamentario de esa tendencia que no quiso dar su nombre, cuando Starmer le llamó para pedirle (sin éxito) el voto en esa crucial votación, "estuve a punto de decirle: felicidades por su victoria, primer ministro".

La connotación estaba clara: en los 11 meses transcurridos desde las elecciones que llevaron al laborismo al poder, Starmer no había llamado ni una sola vez a ese parlamentario. Eso, en España no es relevante. En un país como el Reino Unido, es una exhibición, más que de poder, de indiferencia o incluso hostilidad. Justo lo contrario que Trump, que se pasa la vida llamando a los congresistas, bien para hacerles la pelota y que voten lo que él quiere, bien para amenazarles, también para que voten lo que él quiere. Starmer parece que quiere lo segundo (que voten de acuerdo con sus propuestas) pero se le ha olvidado lo primero (llamarles). Pero no con Trump. El primer ministro y el presidente de EEUU hablan de manera habitual, llamándose incluso a sus teléfonos móviles directamente.

Sea como sea, Trump -el showman- y Starmer -el contable- han logrado una eficaz relación en la que el Reino Unido se juega su peso internacional y el primer ministro su lugar -pequeño o grande- en la Historia. El jefe del Gobierno británico necesita el apoyo de EEUU para mantener su disuasión nuclear, que en la práctica es estadounidense, y al mismo tiempo está jugando la baza de su carácter de puente transatlántico entre Washington y Bruselas para acercar al Reino Unido a la UE y deshacer, en la medida de lo posible, las partes más dañinas del Brexit. Trump, que no tiene una política definida, sabe que, al contrario que su interlocutor, puede ignorar plenamente a Londres.

De hecho, una parte de su equipo querría que lo hiciera. El secretario de Defensa, Pete Hegseth, ha dado luz verde a la propuesta de su subordinado, Elbridge Colby - un nacionalista estadounidense - para reexaminar, con la posibilidad de cancelar, el AUKUS, un pacto militar entre Estados Unidos, Reino Unido y Australia que prevé colaboración en la construcción y uso de submarinos atómicos. El vicepresidente, J.D. Vance, dijo que la llegada de Starmer al poder iba a hacer del Reino Unido "la primera nación musulmana con bombas atómicas", en aparente referencia a la defensa del multiculturalismo del Partido Laborista, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que ese título ya lo ostenta Pakistán , además, fueron los conservadores, y no los laboristas, quienes tuvieron al primer ministro de la Historia que no era cristiano: el hindú practicante Rishi Sunak, al que Starmer echó del poder.

Para el jefe del Gobierno británico, sin embargo, los riesgos de un acercamiento a Trump son mucho más agudos. El 78% de los británicos tienen una mala opinión del presidente de EEUU, y el 61% de los votantes laboristas opinan que Starmer debería "alejarse", más que "emular" al mandatario estadounidense.

El jefe del Gobierno británico hace así funambulismo político al cortejar a Trump. Es una decisión que parece consecuencia de su carácter frío y cerebral más que de una genuina amistad. Muchos en su partido desearían que Starmer, aunque fuera pura fachada, desplegara los mismos gestos hacia los electores y hacia sus bases que hacia Trump. Pero, por ahora, parece que el dueto entre Keir Starmer y Donald Trump -al igual que el de Olivia Rodrigo y Robert Smith- no se va a expandir. The Cure no va a subir al escenario de Glastonbury, y el Partido Laborista va a quedar cuidadosamente extirpado del nuevo romance geopolítico transatlántico.