Tropismo hemisférico

Nov 15, 2025 - 00:00
Tropismo hemisférico

En el vocabulario político, las denominaciones rara vez son valorativamente neutras. La voz "América", en Estados Unidos, alcanza la apoteosis de este fenómeno. Porque, corrientemente se usa no para designar el continente, sino un país. En este deslizamiento de lenguaje se esconde un tropismo, la tendencia del hiperpoder estadounidense a la observación autorreferencial, a verse excepcional y, en consecuencia, a concebir el mundo desde el retranqueo entre los dos mares que abrazan el territorio. El resto -de Tierra del Fuego al Ártico canadiense- queda englobado en la expresión Western Hemisphere, arrastrando la herencia de la Doctrina Monroe (proclamada en 1823 como advertencia a las potencias europeas que Washington reclamaba toda la extensión para su área de influencia propia y excluyente), con su carga de tutela y jerarquía.

Esa geografía mental sobrevoló particularmente la cumbre celebrada entre la Unión Europea y CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), el domingo 9 y el lunes 10. Con Gustavo Petro en la mira de la Casa Blanca, hubo sonadas ausencias (mejor no ir, "vaya que se le crucen los cables", me decía un funcionario bruselita, sin requerir mayor explicación). La faena de aliño la salvó António Costa, Presidente del Consejo Europeo. Así, el encuentro que debía revitalizar el partenariado birregional, terminó confirmando lamentablemente la pérdida de envergadura europea.

Sobre la mesa estaban acuerdos que, de funcionar correctamente, podrían articular un verdadera zona económica transatlántica; desde el modernizado con México aún por ratificar, el de Mercosur bloqueado en la práctica debido a discrepancias ambientales y agrícolas, el provisional de Chile, y los ya consolidados de Centroamérica o los países andinos (Colombia y Perú, y el Protocolo de adhesión de Ecuador).

Para Europa, en el variado mosaico del "Sur Global", América Latina/Caribe es región próxima por cultura y patrones normativos. En un contexto de incertidumbre estructural, apuntalar vínculos complementarios debería trascender el recurso retórico en las intervenciones. Nuestras contrapartes "de allá" acudían al diálogo con un interés pragmático -ampliar y diversificar-, teñido de desconfianza hacia Europa, percibida como socio fatigado más moralizante que comprometido. La cita se saldó en vacío. Ni discurso compartido ni narrativa de futuro. Una oportunidad fallida.

Mientras tanto, el tropismo hemisférico permea la política exterior de Estados Unidos bajo Trump. Es la inclinación de mirar al mundo desde la lógica de la frontera y la vecindad: proteger lo 'doméstico' irradiando hard power.

En efecto, no hay doctrina dominante ni estrategia. Las distintas 'capillas' que orbitan en torno a Trump -los aislacionistas, abogados del repliegue estricto; los restrainers, centrados en el hemisferio; los prioritizers, que buscan seleccionar rivalidades; y los nostálgicos del liderazgo planetario- se anulan entre sí. Como destacó H.R. McMaster en At War with Ourselves (2024), el resultado es una política donde el instinto personal del presidente prevalece sobre el análisis, y las decisiones son dictadas por el humor del día o por el último que logra hacerse escuchar.

Trump no concibe el orden multilateral como sistema de equilibrios, sino como suma de teatros de operaciones autocontenidos. En cada uno de ellos establece un balance de deudas y cobros pendientes; la política internacional queda reducida a la 'cuenta de la vieja'. Esto es, aliados que no pagan, tratados 'mal negociados', socios que se aprovechan. En el caso de Europa, la acusación es haberse constituido en proyecto común para mejor 'chulear' al país; paradigma de la fábula hegemónica-plañidera.

Esta lógica simplista se focaliza en las mercancías, sin considerar el peso de los servicios, la inversión o los capitales, ámbitos donde Estados Unidos ha cosechado también ingentes beneficios de segundo y tercer orden. E ignora, asimismo, los réditos cuantiosos de su liderazgo: estabilidad, mercados, legitimidad del dólar y diseminación de valores. En su relato, el país ha sido víctima de la ingenuidad.

El espacio entre Atlántico y Pacífico es una prolongación de lo doméstico. Es la convicción de un país que ve en Canadá un actor dependiente y, hasta ahora, complaciente y dócil; el Río Grande es pespunte de ansiedad, por donde entra el invasor; el Caribe, foco de amenaza. En esa topografía se proyectan los miedos de Trump; la inmigración, la droga, el enemigo interior. No hay visión global, sino obsesión del perímetro. Un repliegue que enlaza con la historia fundacional de Estados Unidos; la victoria del Norte sobre el Sur en la Guerra Civil y la posterior expansión hacia el Oeste, con sus secuelas de exterminios y mito reelaborado por Hollywood.

El resultado es una política de impulsos. En el Caribe, Venezuela se incardina en la cruzada antidroga más que como apuesta de transición democrática; en Sudamérica, las relaciones con Brasil o Argentina fluctúan al ritmo de simpatías o agravios personales; y el empeño por Groenlandia ejemplifica la transformación del hemisferio en escenario simbólico de afirmación. Todo obedece a la concentración del mando; medidas improvisadas que se imponen sin control del Congreso y en su caso de los Estados, como evidenció la sentencia de un juez federal prohibiendo el despliegue de tropas en Portland.

Durante décadas, Estados Unidos proyectó universalismo; mercados abiertos, libertad de navegación, seguridad colectiva. Hoy se mueve en una lógica de defensa territorial y emocional. No es el cansancio de un imperio, sino el temor de una nación que duda de sí misma. El liderazgo, cuando no se confunde con el ensalzamiento del líder, se limita a la inercia de un aparato de poder que, cuando interviene, lo hace más por hábito que por propósito, como ilustra el comportamiento en foros multilaterales.

Europa observa desde su marginalidad. La cumbre con CELAC lo ha puesto de relieve: ni socio central de Washington ni referencial para el Sur. Precisamos una política hacia las Américas más activa, matizada y diferenciada, porque Canadá no es el Cono Sur; pero animada por una similar idea de presencia. Reforzar alianzas no por sustitución del viejo atlantismo, sino porque el mundo fragmentado de hoy necesita actores capaces de tender puentes.

La tarea no es competir con Estados Unidos ni aceptar de plano su enfoque de "patio trasero", y menos aún dar lecciones a América Latina, sino ocupar un terreno de interlocución y cooperación que hoy llena China con su Ruta de la Seda latinoamericana, visible en infraestructuras, crédito y tecnología. Si el trumpismo destila tropismo hemisférico de un país que se encierra en su mapa, Europa corre el riesgo inverso: diluirse en su irrelevancia. Entre la política del miedo -la de un Estados Unidos que se atrinchera- y la política de la resignación -la de una Europa que se encoge- se juega buena parte del equilibrio internacional de nuestro tiempo.