El pulgar de Trump y el orden global

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Estas pasadas semanas de agosto y calores, mientras quien más, quien menos andaba en sacar unos días de descanso, el Coliseo de la Casa Blanca no ha parado. Si en la Roma antigua la vida del gladiador la decidía un gesto mínimo del pulgar del César, Donald Trump ha convertido la política de Estados Unidos en un espectáculo semejante en el que es muy difícil identificar hilo conductor alguno; que rezuma puro capricho. Decisiones repentinas, carentes de todo proceso de informe y concertación de los departamentos gubernamentales afectados, conocidas por anuncios improvisados en redes sociales; muestras de fuerza y consiguiente obtención de concesiones desarzonadoras que, lejos de cuajar continuidad, son prolegómenos de amenazadoras pedrizas en ámbitos concretos. El resultado es un panorama de desconfianza en la escena internacional, con los distintos actores observando, calculando y adaptándose, conscientes de que la potencia estadounidense -todavía formidable- ya no actúa con la consistencia que por décadas dio forma al orden global.
Abundan, en este tiempo acotado, ilustraciones que apuntalan esta percepción. Primero, las retorsiones comerciales golpean a aliados y allegados con dedicada ferocidad. Quedamos así boquiabiertos de cómo India, país que todas las administraciones estadounidenses desde hace más de veinte años han intentado seducir y extirpar de la tutoría kremliniana, se veía gravemente arancelada a cuenta de la compra y reexportación de productos petroleros rusos. El mensaje que cala en Delhi, Bruselas o Toronto es el mismo: la afinidad con Estados Unidos no garantiza estabilidad ni trato preferente.
En esta línea, la cumbre de Alaska con Vladimir Putin no tiene desperdicio. Trump recibió al ruso a pie de avión en una actitud bochornosamente aduladora, diametralmente opuesta a la zafiedad y malos modos diplomáticos que gastó con Volodimir Zelenski en Febrero. Aceptó de saque un papel secundario, dejando hablar antes y más largo al zar en la rueda de prensa, frente al protocolo habitual entre mandatarios. Para acabar en el extremo contrario: la reunión se acortó, suprimiéndose la comida formal programada. Trump ahora da señales menos complacientes con el Kremlin sin que quepa sacar conclusión alguna, mientras Putin interpreta con saña (el bombardeo de Kiev la madrugada del jueves es buen ejemplo) el ofrecimiento de negociación -sin exigencia ya de alto el fuego- en cheque en blanco para saltarse cualquier principio o regla.
Con Ursula von der Leyen, la escenografía se impuso: la presidenta de la Comisión no fue recibida en el Despacho Oval, sino citada en el club de golf escocés de Trump, erigido en escaparate de la marca familiar. Allí, la UE se comprometió a inversiones en Estados Unidos por más de seiscientos mil millones de dólares y a compras energéticas por valor de setecientos cincuenta mil millones. Cifras mareantes, desgranadas en un envoltorio publicitario que acaparó la atención. Muy diferente fue la visita del presidente surcoreano a la Casa Blanca el 25 de agosto: un encuentro más sobrio, aunque igualmente encaminado a grandiosos pactos de aviación y energía, celebrado en tono conciliador de sonrisas impostadas, que también vimos en el reciente viaje del "directorio" europeo para arropar al líder ucraniano.
La comunidad atlántica escucha, toma nota, se esfuerza en mantener la coordinación imprescindible con un ojo puesto en armar alternativas. La OTAN funciona, sí, pero ya no bajo la inquebrantabilidad que la sostuvo durante la Guerra Fría o incluso durante la "guerra contra el terror". La trabazón con Canadá y Europa, antaño incuestionable, atraviesa tensiones inéditas. Nunca los aliados habían tenido que afrontar un escenario en el que Washington perpetraría un giro radical, abandonando el teatro continental súbitamente.
Para Trump la geopolítica es un permanente postureo en la arena mediática donde el César sentencia y toda relación se reduce al "aquí te pillo, aquí te mato", sin futuro ni pasado. Sustentada en paradójico relato de hegemón victimista, cuando no abiertamente en beneficiar a un compadre (Brasil y la justificación Bolsonaro viene a mientes). Haciendo alarde de imprevisibilidad. Dando rienda suelta a su fijación por crear un paisaje fabril inviable, escenificando mañanas quiméricas de manufactura pesada resucitada por decreto. Corea del Sur entiende y plantea en consecuencia fórmulas tan vistosas como ya te veré. En este arranque de era post-americana y frente a un emperador de trueques arcaicos y retrotraído a un sueño nostálgico, cada cual busca caminos pragmáticos.
Así, el impacto de esta práctica de pulgar trasciende la coyuntura. Significa que los valores compartidos -la idea de una familia de democracias, de lazos basados en principios- han dejado de cimentar, junto al interés que siempre ha estado presente, la proyección exterior estadounidense. Domina una lógica transaccional; la lealtad se manifiesta en asumir sin rechistar cualquier imposición. Y abre una vía triunfal para quienes codician cambiar la arquitectura multilateral, destacando China con su determinación de reforma de las instituciones en clave de liderazgo propio, o Rusia, que mantiene una agenda abiertamente deletérea.
La derivada es clara y trascendente. Mientras Putin torpedea el sistema y Xi ambiciona hacerlo suyo, el desconcierto que genera Washington resulta el mejor promotor de ambos. En este sentido, los vaivenes de Trump debilitan vínculos que parecían indestructibles y legitiman la argumentación del orden occidental incapaz de renovarse.
A todo ello se suma una manifestación interna repetida y especialmente preocupante: la utilización de la Presidencia en vendettas privadas. El FBI registró estos días la residencia y el despacho de John Bolton, autor de un memorial acerbo (The Room Where It Happened) de su periodo como asesor de Seguridad Nacional del primer Trump, en un movimiento que muchos interpretan como represalia. Y esta semana, mientras la administración incrementaba las presiones que viene ejerciendo sobre Jerome Powell, cabeza de la Fed (el banco central americano), la Casa Blanca cruzaba sin ambages los límites de la independencia institucional, anunciando la destitución de Lisa Cook, miembro de la Junta de Gobernadores del organismo. Culminando el uso -hasta la fecha-, cesó a Susan Monarez, directora de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Previamente, los despidos de la responsable de la Oficina de Estadísticas Laborales, altos cargos militares y del FBI evidenciaron un patrón: se descarta a quienes no se pliegan a la arbitrariedad cesariana, arrollando contrapesos estructurales -desde los reguladores financieros a los departamentos técnicos- en detrimento del Estado de Derecho.
El pulgar de Trump no sólo decide la suerte de aranceles o fintas diplomáticas. Se convierte en símbolo de la mutación que vivimos: el paso de un mundo moldeado por la previsibilidad americana a uno definido por la confrontación, la prevalencia del poder desnudo sin cortapisa de normas, la consolidación de áreas de influencia intrínsecamente inestables. Y ahí radica la ironía: Trump se entretiene en la arena, obsesionado con alcanzar el premio Nobel de la Paz, con cuentas viejas y nostalgias industriales, en tanto que otros -China en particular- se afanan en diseñar el nuevo orden global.